El 28 de febrero de 1958 el alcalde y farmacéutico Miguel Morales Cortés se dirigía hacia el salón principal de la casa consistorial de Caspe. En el mismo espacio en el que hoy se celebran las sesiones plenarias, flanqueado por los retratos de José Antonio y Francisco Franco, se sentía seguro de sí mismo. Aunque muy probablemente la argumentación y redacción no había sido cosa suya, la llevaba aprendida porque sabía que la propuesta iba a dar que hablar: como ya había adelantado en el programa de fiestas del año anterior, pretendía acabar con uno de los elementos patrimoniales más representativos de la ciudad, la Balsa.
El boticario comenzó su alegato asegurando que la antigüedad de la Balsa se remontaba a mediados del siglo XVIII. Un siglo después, en el año 1879, se construyó el cerco de sillares de piedra que la rodeaba. Los catorce grifos frente a la misma –bajo lo que hoy es el edificio de la Comarca- enmarcados en un espacio de losas de piedra, se habilitaron en 1899. En opinión de Morales, fue a partir de ese momento cuando la Balsa tomó verdadero impulso. Y razón no le faltaba, porque desde entonces cientos de vecinos –más bien vecinas- acudían hasta ella, a lo que entonces eran las afueras de la población, para llenar los cántaros con los que llevar agua hasta sus hogares.
El punto de inflexión del gran aljibe fue 1932, año de puesta en marcha del Pantano de Santolea. Con ello aumentó el volumen de agua disponible en la ciudad, por lo que se colocaron más fuentes públicas y, aunque lentamente, iría llegando la instalación de agua corriente a las casas particulares. Pasaron los años y a la altura de 1958 parte de los hogares de Caspe contaba con abastecimiento de agua. En varias calles era inminente la llegada de la red de agua. Numerosas fuentes públicas se repartían por la población, por lo que apenas se utilizaba la Balsa. Sin embargo, esta seguía en pie por “miedo a la tradición y al criterio respetable pero caduco de nuestros ancianos”, apostillaba Morales.
Pero ni el sentir de los viejos del lugar ni el conservadurismo de aquella España nacionalcatolicista podían poner freno al progreso. El Caspe de finales de los años 50, con 9.243 habitantes “de derecho” y 9.358 “de hecho”, pretendía asfaltar todas las calles del centro, construir un bloque de dieciocho viviendas subvencionadas en la calle Gumá y un moderno instituto laboral en el Plano. En plena lucha entre tradición y modernidad se eliminaban las últimas eras en las que durante los veranos se trillaba en el barrio de las Cruces, en la parte alta de la población. Junto a todo ello, hacía dos años que la ciudad contaba con Ambulatorio.
El flamante Ambulatorio de Seguro de Enfermedad proyectado por Fernando García Mercadal, se había levantado a escasos metros de la Balsa, por lo que el gran depósito, construido en su momento fuera del casco urbano, se había convertido en un estorbo. Por aquel entonces no había acceso al edificio médico desde el barrio del Plano (todavía en ciernes) ni existía el paso de los actuales jardines junto a la cafetería Aragón. Por tanto, para llegar al Ambulatorio había que bordear la Balsa por el lado de la Rosaleda y cruzar por dos veces la carretera. Según la memoria de Morales, la plaza de la Balsa ya era muy transitada: al recién estrenado Ambulatorio acudían diariamente un total de 89 personas entre enfermos, personal facultativo y funcionarios, a los que habría que añadir los 40 vecinos que realizaban consultas en la Caja Nacional cada día; otras 700 personas se acercaban hasta el centro de salud una vez al mes para cobrar los seguros. Además, debían pasar junto a la Balsa los residentes en el Cuartel de la Guardia Civil y era también zona de tránsito para quienes acudían a la fábrica de harinas, al Servicio Nacional del Trigo, a los Almacenes Lorén, a la Notaría (situada en casa de los Lorén), al Garaje Guiral… sin olvidar a los vecinos del Batán o de la carretera de Chiprana. En suma, la Balsa obstaculizaba el paso de numerosos peatones y vehículos “poniendo en riesgo la vida de todo aquel que forzosamente tiene que bordear la Balsa sin más amparo que la divina providencia”.
Como puede apreciarse en las fotografías, las dimensiones del viejo aljibe eran imponentes: su extensión alcanzaba los 1.520 metros cuadrados, 378 metros cúbicos de piedras formaban su cerco y su capacidad estaba cifrada en 4.500 metros cúbicos. Propiedad de la Junta de Regantes de Civán, se llenaba desde la Fillola de la Villa, acequia que desde la Hoya del Moro pasaba –y pasa- por la Huerta Nueva, el Cementerio, por las Tejerías y oficinas del Sulfuro (entonces), el Asilo y varios edificios de particulares de la Glorieta y Carretera de Maella. Se añadía a los motivos expuestos para el derribo que varias viviendas llevaban a cabo vertidos clandestinos al cauce de la Fillola de la Villa, agua que, a la postre, acababa en la Balsa, por lo que un análisis del agua almacenada “daría un resultado negativo y sería necesario prohibir su aprovechamiento para fines de agua potable”.
Un informe adjunto del aparejador municipal exponía el estado de la Balsa, destacando la solidez de sus muros de sillar y sillarejo pero observando en la solera abundantes grietas. Esto provocaba que el líquido embalsado se perdiese tan deprisa que a los quince días del llenado ya solo quedasen 40 centímetros de agua. El coste estimado de la demolición ascendía a 8.500 pesetas, además de 31.500 que costaría el relleno del hueco con escombros, dinero que podría ahorrarse recomendando a quienes realizasen obras en la población que vertieran allí los escombros, se apuntaba. Además, la venta de la piedra podría suponer unos ingresos de 18.900 pesetas.
Tras el informe del aparejador, Morales cerró el alegato considerando a la Balsa “un estorbo en la vía pública y un peligro para la salud de los vecinos”. El acta de la sesión especifica que su propuesta fue aprobada por aclamación.
Seis meses después la Balsa había pasado a la historia. En el programa de fiestas de 1958 el alcalde Morales justificaba la eliminación de la misma, prometiendo la construcción de un jardín en su lugar al que acompañarían dieciocho viviendas subvencionadas. La pavimentación de la renovada plaza no llegaría hasta tres años después (costó 789.391 pesetas). Los jardines se inauguraron en 1962. Ese mismo año, la plaza de la Balsa pasó a denominarse plaza Aragón.
A través de su revista anual La Bailía, la Asociación de Amigos del Castillo propone que se “recupere” la extinta Balsa en el lugar en el que estuvo, bien con alguna pincelada arquitectónica en la rotonda, bien mediante un panel explicativo en la plaza Aragón. Quizá la segunda opción resulte más sencilla, económica y didáctica. Bien está que se recuerde aquella gran Balsa que formó parte de la vida de nuestros antepasados.
Mi agradecimiento a Alberto Serrano, Antonio Barceló, Rafa Fort y Alejo Lorén.
6 respuestas a «LA BALSA QUE SUCUMBIÓ A LA MODERNIDAD»
Muy interesante, gracias.
Gracias a ti por leerlo, Paco- ¡Saludos!
Fantástico artículo, sobre todo, para aquellos que no conocimos la Balsa.
Enhorabuena
Gracias Mario, saludos
¡Enhorabuena por el artículo! Desconocía que Fernando García Mercadal fue el arquitecto autor del proyecto del ambulatorio. Es uno de los arquitectos aragoneses más notables del s XX y precursor del Movimiento Moderno, amigo de Le Corbusier y autor del Rincón de Goya (Parque Grande de Zaragoza) y del hospital Miguel Servet.
Gracias por el articulo, mi bisabuelo Antonio Rodon Sugrañes, nació en Afueras Balsa (Caspe) y desconocía su localización en la ciudad