Publicado en El Agitador el 18-1-2015
El tema de la secesión catalana salpica diariamente las portadas de los medios de comunicación de unos meses a esta parte. El pasado 26 de octubre la presidenta del Parlamento de Cataluña, Carme Forcadell, exclamó un sonoro «¡Visca la República catalana!» en su primera intervención tras ser elegida presidenta de la cámara. Todo esto no es nuevo: los catalanes ya intentaron separarse de España hace cuatro siglos, cuando también entonces proclamaron la República Catalana. Hoy no podemos saber cómo acabará todo esto, pero lo que sí sabemos es que la primera vez que los catalanes intentaron desconectar de la monarquía española les salió fatal la jugada y, de hecho, seis décadas después no quisieron saber nada de su aliado en el primer intento independentista, el reino de Francia: durante la Guerra de Sucesión abrazaron la causa del archiduque Carlos, el enemigo del borbón francés Felipe el Animoso, quien acabaría ganando la partida y convirtiéndose en Felipe V de España. Pero vayamos por partes. Para entender mucho mejor todo lo que está pasando hoy -como siempre-, es muy recomendable que retrocedamos hasta ayer. Vayamos a los orígenes del independentismo catalán, los tiempos de Pau Clarís, els segadors, y la Guerra de Secesión.
A comienzos del siglo XVII España distaba mucho de ser un país homogéneo, tanto institucional como económicamente hablando. Las regiones orientales continuaban manteniendo sus propias instituciones como las cortes o sus intocables fueros. Las diferentes partes del país tampoco contribuían a la hacienda real del mismo modo: Castilla soportaba la mayor carga fiscal y, en un tiempo en el la guerra llevaba más de 100 años formando parte del día a día de España, la región central, cada vez más despoblada y empobrecida, no podía afrontar por sí sola la defensa de los intereses españoles tanto en Europa como en Ultramar. Las remesas americanas tampoco eran suficientes. Por todo ello, eran cada vez más las voces que pregonaban que el Gobierno central debía dirigirse a las provincias no castellanas para intentar obtener más recursos económicos.
Mientras Aragón y Valencia aportaban sumas de forma ocasional, Cataluña se negaba en firme a contribuir a los gastos ocasionados por la defensa nacional. El problema era que, como perfectamente resume David Lynch (2005: 94) “la estructura constitucional del imperio español y la diversidad jurídica que existía en su seno impedían al gobierno central imponer contribuciones a los dominios periféricos”.
Gaspar de Guzmán y Pimentel, más conocido como el conde-duque de Olivares, hombre tan ambicioso como obstinado en la defensa de la causa real, hizo suyas las ideas de uniformidad fiscal que venían escuchándose. Su objetivo era restaurar el poderío militar español, para lo que necesitaba obtener los recursos materiales necesarios y un mayor grado de disciplina y organización. En diciembre de 1625 sus planes de defensa del imperio español, sin ahogar todavía más a Castilla, cristalizaron en la llamada Unión de Armas. Pretendía reunir a través de la contribución proporcional de todo el país un ejército de reservistas de 140.000 hombres, reclutado y sufragado por las diversas provincias en porcentajes distintos. Este ejército se utilizaría donde y cuando se produjera una situación de urgencia. Era, a todas luces, un intento de crear un verdadero ejército nacional. Sin embargo, convencer a las regiones orientales amparadas en sus privilegios, resultó tarea compleja. Aun con todo, en 1626 el rey consiguió un pírrico apoyo de las Cortes de Valencia reunidas en Monzón: un subsidio para sufragar los gastos de 1.000 hombres durante 15 años. Aragón, en las Cortes de Barbastro, aceptó una ayuda similar. Pero en las Cortes de Barcelona las cosas fueron mucho peor y, a comienzos de mayo, el rey se vio obligado a abandonar Barcelona sin haber obtenido lo que buscaba. El fracaso de la Unión de Armas en Cataluña se pondría de manifiesto unos años después.
Al otro lado de los Pirineos se estaba librando la llamada Guerra de los 30 años, en la que media Europa se vio envuelta en una lucha donde se mezclaron intereses religiosos y políticos. Además, desde 1635, Francia y España que llevaban desde finales del siglo XV enfrentadas por Italia, Navarra o los Países Bajos, siguieron a lo suyo y se enzarzaron en una nueva disputa. Ese año, el gobernador general de los Países Bajos – cardenal-infante Fernando de Austria, hijo de Felipe III-, pasó a la ofensiva contra Francia avanzando hacia París desde los Países Bajos. En agosto de 1636 sus tropas estaban ya en Corbie, a 130 kilómetros de París. La intención era dividir a las fuerzas francesas abriendo un segundo frente en Francia desde el sur. Pero tal propósito no pudo completarse y, por si fuera poco, las cosas se complicaron durante los siguientes años: en octubre de 1637 los holandeses reconquistaron la ciudad cuya toma inmortalizó Velázquez, Breda; en Diciembre de 1638 se interrumpió la ruta desde Milán a los Países Bajos, el llamado Camino Español; tras ello, se intentó enviar suministros a Flandes por vía marítima, pero de nuevo el poderío español quedó en entredicho con la derrota de Las Dunas a finales de 1639. Las malas noticias llegaron también desde las colonias, pues el tesoro americano de 1639 fue insuficiente y en 1640 no llegaron remesas de las Indias. Así las cosas, se hizo más urgente que nunca conseguir contribuciones extraordinarias. Y para ello, el objetivo, 14 años después, volvía a ser Cataluña.
Aunque entre 1636 y 1637 Barcelona aportó a la Corona una importante suma en préstamos o donativos (que en realidad no era más que la mitad de lo que debía en concepto de atrasos), Cataluña seguía resistiéndose tanto al pago de impuestos, como a aportar tropas. Por eso Olivares y sus asesores planificaron las operaciones militares de 1639 eligiendo Cataluña como escenario en el que desarrollarlas. De ese modo, obligarían a Cataluña a contribuir al esfuerzo de guerra. Pero en realidad, lo único que el gobierno consiguió es soliviantar los ánimos. En las primeras semanas de mayo de 1640 el enojo producido por la presencia de las tropas reales, unido a los resentimientos acumulados durante las últimas décadas, estalló cuando los campesinos de Gerona y La Selva atacaron a los tercios acantonados. El 7 de junio los campesinos y segadores pasaron a la Historia durante el conocido Corpus de Sangre (del que tampoco debemos ignorar su implícito componente social: lucharon no solo contra los representantes reales, sino contra los campesinos propietarios y los terratenientes aristócratas). Se hicieron dueños de la ciudad y mataron al virrey mientras el gobierno, con sus ejércitos y recursos comprometidos en varios frentes, no podían ser enviados a Cataluña.
Los cabecillas de la revolución política dirigieron sus ojos a Francia, su vecino y enemigo de España. Pau Claris y Francesc de Tamarit fueron los principales artífices de la firma de un pacto de vasallaje con Francia a finales de 1640. El 16 de enero proclamaban la República Catalana, sacrificada una semana después a costa de la ayuda francesa. Ese mismo mes franceses y catalanes derrotaron a las tropas de Felipe IV en la Batalla de Montjuic.
A pesar de la victoria, Cataluña acababa de entrar de pleno en una guerra que iba a costarle mucho más de lo que se negaba a aportar a la Corona española, porque lo cierto es que Francia explotó a Cataluña tanto económica como militarmente. Por si fuera poco, ahora los franceses contaban con una base en España con la que amenazaban Aragón y Valencia, como de hecho pronto harían. Nombraron a un virrey francés, llenaron la administración de elementos fieles a Francia, al tiempo que obligaron a los catalanes a alojar, abastecer y pagar a las tropas francesas, quienes se comportaron como una suerte de ejército de ocupación.
Un año después el nuevo conflicto bélico se trasladaba a las comarcas orientales aragonesas. La Litera fue arrasada y, el baluarte defensivo de Monzón, su castillo templario, caía el 19 de mayo. Se intentó recuperar Lérida unos meses después, pero la empresa acabó en desastre. La extensión de la Guerra de Secesión llegó al Bajo Aragón: a mediados de mayo un importante contingente de adversarios pisó tierras bajoaragonesas cuando las tropas al mando de monsieur Farné, que venían de tomar Batea, pasaron el Matarraña y se situaron a dos leguas y media de la Ciudad del Compromiso. La villa fue fortificada apresuradamente, pero no hubo batalla. Menos suerte corrieron los vecinos de Mazaleón, Nonaspe, Calaceite, Cretas, Valderrobres, Lledó o Arens, donde no faltaron los saqueos, destrucciones y asesinatos.
Pero a finales de año la situación comenzó a cambiar y las tropas españolas recorrieron la senda de los triunfos. Tras haber sitiado durante un mes y medio el Castillo de Monzón, lo recuperaron. En mayo de 1644 Le Móthe caía derrotado en Lérida mientras los bajoaragoneses seguían contribuyendo con hombres. Los numerosos servicios prestados a la causa real fueron la causa directa por la que le fue concedido voto en las Cortes de 1646 a la villa de Caspe.
Finalmente, entre 1646 y 1648 los franceses fueron neutralizados en Cataluña. La Paz de Westfalia (1648), les privó de la colaboración de sus aliados holandeses, y la Fronda comenzó a ocupar su atención en el interior del país, por lo que Cataluña dejó de ocupar un lugar importante en los proyectos de los franceses.
El progresivo alejamiento de Cataluña con respecto a Francia ofreció a Felipe IV la oportunidad de realizar un último esfuerzo para recuperar el principado. A mediados de 1651 el ejército español mandado por don Juan de Austria, hijo bastardo de Felipe IV, avanzó sobre Barcelona e inició un prolongado asedio de la ciudad mientras las fuerzas navales establecían un bloqueo. Barcelona se rindió el 13-10-1652, aceptando la soberanía de Felipe IV y a don Juan de Austria como virrey a cambio de la amnistía general y de la promesa del monarca de conservar las constituciones catalanas; se decretó el perdón general y el respeto a los fueros. España había recuperado la lealtad de Cataluña y los catalanes podían jactarse de haber preservado sus constituciones y privilegios.
Ocho años después se selló en la Isla de los Faisanes la definitiva paz entre España y Francia. Por la Paz de los Pirineos de noviembre de 1659, España cedía a Francia territorios ya perdidos como el Rosellón, casi toda la Cerdaña, el Artois y otras plazas en Flandes. Así mismo se pactó el compromiso matrimonial entre Mª Teresa (hija de Felipe IV) y Luis XIV de Francia, otorgándose a Mª Teresa una dote de medio millón de escudos a cambio de su renuncia a los derechos al trono español; por último, se establecieron ventajas comerciales para Francia: España permitiría el paso y comercialización de los productos franceses. Sin embargo, el ambicioso Luis XIV solo tardaría ocho años en declarar una nueva guerra a España, la Guerra de la Devolución.
Muy poco después del cambio de siglo llegaría el fin de la Casa de Austria con la Guerra de Sucesión. Los Borbones vendrían para quedarse llevándose por delante instituciones y privilegios tras la promulgación de los Decretos de Nueva Planta. El 11 de septiembre de 1714 Cataluña -Barcelona en realidad- volvía a perder una guerra y ganaba una fecha que se convertiría en un futuro en jornada de «celebración autonómica». Pero esa historia la contamos otro día.
Bibliografía
Castilla Soto, Josefina, García Rodríguez, Justina, Historia Moderna de España (1469-1665), Editorial universitaria Ramón Areces, Madrid, 2011.
Lynch, J., Los Austrias, Editorial Crítica, Barcelona, 2005.
Solano Camon, Enrique, “La Unión de Armas y la villa de Caspe (1626-1652)”, Cuadernos de Estudios Caspolinos V, GCC, Caspe, 1981.
Valimaña, Abella, Mariano, Anales de Caspe, GCC, Caspe, 1988.