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Marzo de 1938: la «liberación» de Caspe

Por Valentín Catalán Salas

Si buscamos en la historia de la Ciudad hechos ocurridos durante la guerra civil, encontraremos un suceso que no debemos pasar por alto, pues no en balde a partir de aquel momento la vida de muchas personas daría un giro de 180 grados acorde con el cambio que se iba a llevar a cabo en el escenario político de una forma radical en el espacio de pocas horas. Es fácil adivinar que me refiero a las palabras que encabezan este escrito.

En la segunda quincena del mes de marzo de 1938 aunque no existía el teléfono móvil, las noticias del frente corrían de boca en boca como por arte de magia. Algunas veces eran falsos rumores que alguien lanzaba en la zona de retaguardia con fines políticos, pero en esta ocasión todos los comentarios se referían al mismo tema: las fuerzas nacionales habían roto el frente de Aragón y se dirigían hacia Cataluña y cómo es natural, a su paso, dada su situación geográfica, Caspe se vería afectada.

De todos es sabido que en esas fechas el Ebro demuestra su poderío  gracias a los caudales que generosamente le aportan sus afluentes y al mismo tiempo el cierzo por ambas orillas del río empuja hacia Cataluña todo lo que encuentra a su paso. Ambas corrientes meteorológicas quizá ayudaran a las fuerzas nacionales a coger el impulso hacia el Bajo Aragón ya que el frente se movía a paso ligero y de la misma forma el ejército republicano empujado por las mismas fuerzas se retiraba hacia Cataluña.

Las  caravanas de gente con sacos, maletas y cestas que llegaban a Caspe procedentes de Escatrón al ser evacuado por los rojos era una demostración de que la cosa iba en serio, y por tanto el nerviosismo y la incertidumbre cundía entre la población civil. Había que tomar una decisión: abandonar el pueblo o quedarse. Una inmensa mayoría optó por el abandono de la población. Muchos aún tenían en la memoria el 24 de julio de 1936, cuando las columnas de anarquistas procedentes de Cataluña quisieron apoderarse de Caspe y se encontraron con una resistencia que el capitán Negrete había organizado con todos los números de la benemérita que  pudo reunir y muchas personas civiles que se habían puesto incondicionalmente a sus órdenes al estallar el alzamiento nacional; otros fueron obligados a coger las armas y un buen número de ellos tomando aquella decisión lo único que demostraron fue “lo atrevida que es la ignorancia”. El resultado de aquel enfrentamiento fue como es sabido que corrieron ríos de sangre por las calles y plazas de Caspe.

Uno podía pararse a pensar que, con los términos invertidos, podía librarse una dura batalla si los rojos se parapetaban en la ciudad y si esto ocurría se conocía la táctica de Franco cuando encontraba resistencia, que consistía en allanar el camino con la aviación y de eso en Caspe se sabía mucho, puesto que durante el dominio rojo la aviación nacional realizó sendas visitas haciendo estragos entre la población civil. Además, había un tema que corría de boca en boca entre la gente y que causaba verdadero pánico: se comentaba que en primera línea de fuego iban los moros cuando se tenía que liberar un pueblo y estos tenían carta blanca para hacer uso de tres verbos cuya terminación termina en ”ar” que son robar, violar y matar y no voy a entrar en detalles porque fue muy desagradable pero los tres verbos fueron conjugados en la toma de Caspe.

Con estas perspectivas la gente optaría por huir a las huertas e incluso a mases en el monte, pero un buen número acompañaría a las fuerzas rojas en su caminar hacia Cataluña. Muchos por voluntad propia o por temor a represalias, dado que su comportamiento durante los meses del dominio rojo. Un gran número de estas personas cuando Cataluña se vio amenazada por las fuerzas nacionales atravesarían la frontera y de momento se instalarían en Francia que les acogería en campos de concentración siempre bajo la vigilancia de la gendarmería. Muchas personas abandonarían el pueblo obligadas por los guardias de asalto que en algún caso cogieron en la huerta de la Herradura a mujeres como rehenes y de esa forma los maridos que estaban escondidos tendrían que seguir sus pasos.

Ya que he mencionado la evacuación de la Herradura no puedo pasar por alto un caso que conozco personalmente narrado por la persona que lo protagonizó. Este señor vivía en la zona más lejana de dicha huerta, “el soto Serafín” , se dedicaba a la ganadería y por lo visto a los guardias de asalto les pareció que aquel ganado sería una buena fuente de víveres durante la retirada. Así que obligaron al dueño a soltar el rebaño y conducirlo hacía los montes de Fabara (siempre vigilado por algún guardia) pero… al llegar la noche no se podía caminar y había que parar a descansar, diciendo que a primera hora se reanudaría la marcha. Poco durmió aquella noche puesto que no le faltó trabajo, tuvo que estar pendiente de que el rebaño no se dispersara y a la vez uno por uno todos los cencerros que portaban las ovejas los llenó de hierba a presión para que no sonaran y tan pronto como pudo cambió el rebaño de lugar no fuera cosa que al amanecer alguien se presentara donde lo habían dejado y le obligaran a reanudar la marcha. Estuvo tres días deambulando por aquellas montañas que él conocía a la perfección y cuando lo estimó conveniente volvió por los mismos pasos que había recorrido, y a los cinco días, cuando menos lo esperaban, se presentó en su corral con todo el ganado. Es de suponer el ingenio que desarrollaría para realizar aquellas maniobras y la alegría que se llevó su familia al verlo llegar sano y salvo después de tanta peripecia. Este señor era Manuel Jordán, padre de mi esposa Mercedes.

De una forma especial mencionaré  a los presos que había en las cárceles de Caspe por aquellas fechas: vigilados por los guardias de asalto serían conducidos hacía Cataluña a la vez que el frente iba retrocediendo; estarían sometidos a duros trabajos y fue tanto el hambre que pasaron que algunos se dejarían los huesos en aquella empresa.

Fueron muchas las peripecias que la población tendría que soportar para abandonar el pueblo pero este relato quedaría incompleto sino se contemplara cómo alguna familia vivió aquellos días.

Y qué mejor que contar cómo lo viví yo con mi familia paterna, ya que la familia materna de la que también hablaré había marchado a otra residencia junto con otra familia, ya que era normal ausentarse dos o tres familias juntas y de esta forma se podían animar unos a otros. En mi caso, mi padre que era el responsable de la familia había proyectado la huída junto  con el sr. Costa  “el guarnicionero” que eran muy amigos, este le propuso seguir el rumbo general de muchos caspolinos. Le propuso ir a la Herradura donde mi abuelo Valentín tenía un mas, cerca de la Torre de los Frailes, pero entonces mi padre le dijo que si quería ir a la Herradura tendría que hacerlo por su cuenta ya que el mas en cuestión junto con el campo habían sido requisados por un miembro de la colectividad y podía darse la circunstancia de que aquel “nuevo dueño” del  campo aprovechando la revolución estuviera habilitándolo por aquellos días.

Pronto se convenció el sr. Costa de que allí no podían ir y acordaron marchar al “plano del Aguila” junto al Pontarrón de Tarazona, ya que mi abuelo tenía un más plano compuesto por dos bancos de piedra y un hogar a la entrada, a continuación cuatro pesebres para las caballerías y tras ellas quedaban 8 metros cuadrados de terreno y en aquel espacio, con dos cañizos. Mi padre pondría un viaje de paja para que nos sirviera de cama. Allí nos instalamos 10 personas y 6 caballerías.

El día 15 de marzo por la mañana los primeros en llegar al aposento fuimos mi padre, mi abuela, mi tía y yo, ya que mi abuelo Valentín no quiso seguirnos y el motivo era que en mi casa teníamos viviendo cuatro mujeres a las que el Comité les había adjudicado nuestro domicilio como residencia: (presumían de anarquistas pero en realidad con mi familia no se metían). La idea  de mi abuelo no era otra que marchar el último de casa para dejar las puertas bien cerradas y así lo hizo; cuando aquellas mujeres cargadas con todas las pertenencias que podían llevar se fueron llorando y pronunciando improperios contra las tropas nacionales, al marchar ninguna de las hijas se despidió de mi abuelo pero la madre le dijo: “ya no nos veremos más, hasta la eternidad”. Entonces mi abuelo cerró las puertas, cogió la burra y vino a reunirse con nosotros. Era el día 15 por la tarde. Antes ya había venido el señor Costa con su esposa, hija y sus cuñadas.

 Sin novedad digna de reseñar nos sorprendería el día 17 de marzo, todos  tumbados en la paja escuchando la detonación de las balas y algún que otro disparo de artillería, así como el ir y venir de la aviación que acompañaba a las fuerzas terrestres en la toma de Caspe. Serían las 11 de la mañana cuando unas gallinas que mi padre había metido en las bolsas del carro para tener huevos y si hacía falta poner algún caldo, se empezaron a alborotar porque alguien las molestaba. Al mismo tiempo unos fuertes golpes en la puerta del mas ordenando que se abriera la puerta y que salieran fuera todas las personas eran señales inequívocas de que algo serio estaba pasando. De las personas mayores nadie quería salir el primero y fue la cuñada del sr. Costa quien me dijo que saliera con ella. Cuando llegamos a la puerta después de sortear las seis caballerías que había en la cuadra volvieron a sonar los golpes, al desplazar la cerraja y abrir vi como había un grupo de soldados en la puerta y al frente de ellos un capitán que preguntó cuántas personas había y que salieran todas, que eran las fuerzas nacionales: al oír esas palabras la primera que salió fue mi tía Dolores y se identificó ante el capitán y le dijo que los rojos habían fusilado a su marido y poco a poco todos fueron saliendo de la pajera y no ocurrió nada raro. Recuerdo que el capitán llevaba un roto en la parte baja del pantalón y preguntó si alguna mujer se lo podía coser, rápidamente mi tía se ofreció y sentada en el banco del más apoyó el pie y le hizo un cosido de circunstancias.

Al poco tiempo fueron acudiendo muchos más soldados y oficiales y todos se concentraban alrededor del mas; cuando el grupo se hizo muy numeroso un oficial le dijo a mi padre que iban en dirección al “Pino del Feo” situado en el paraje del Capellán y como él conocía el terreno les tenía que acompañar. Mi padre le dijo al cuñado del sr. Costa que mejor ir los dos y así lo hicieron; cuando tuvieron a la vista el referido Pino ya les dieron permiso para que volvieran. Aquella tarde no cesaron de pasar soldados de infantería y una gran parte de ellos eran moros. Igualmente pasaron muchos mulos cargados con piezas de artillería y por lo visto no muy lejos encontraron algún foco de resistencia ya que los camilleros bajaron algunos heridos hasta el camino del “Plano del Águila” donde se encontraban las ambulancias.

Unos pasábamos el rato contemplando el ir y venir de las tropas mientras que otros mentalizados por el sr. Costa  que había estado en la Guerra de África y por consiguiente conocía bien a los moros, estaban intentando encontrar un lugar donde pasar la noche, fuera de los edificios,  así que todos los hombres útiles para trabajar entre los que se encontraban Pablo Sancho, Fernando Costa, su cuñado, mi padre, José Ráfales, su cuñado el Gallo y algunos más se subieron al monte y debajo de un macizo de piedra excavaron un refugio y al caer la noche todas las personas de un radio de acción de más de 500 metros acudieron al lugar referido dejando abandonados los edificios. En aquel edificio se tenía que estar agachado o sentado ya que la altura del techo era reducida. Recuerdo que había algún enfermo. Hay una persona que puede dar crédito a lo que yo comento puesto que aquella noche fuimos compañeros de habitación y luego pasaría muchos años viviendo en aquella huerta. Me refiero a Manuel Sancho Guiu, que creo que es el único superviviente que conozco de aquellos fatídicos días en aquel lugar. 

La decisión de pasar la noche en aquel paraje fue un gran acierto ya que a pocos metros de allí, en una torre habitada por varias personas, hicieron acto de presencia los moros y amenazando a los hombres con armas de fuego, abusaron de alguna de las mujeres.

Hay  una, llamémosla, imprudencia que no quiero dejar pasar por alto por los sobresaltos que aquella persona se llevó la primera noche de ocupación nacional: me refiero a mi abuelo Valentín. Cuando se enteró de que Caspe había sido liberado le picaban los pies en el campo y su única obsesión era irse al pueblo a ver en qué estado se encontraba la casa; mi padre le quitaba la idea pero… cuando todos se pusieron a excavar el refugio, él aparejó la burra y no haciendo caso de los consejos que le daban se fue al pueblo. Durante el camino contó que no tuvo ningún problema, encontró la casa en pie y con las puertas cerradas. El único desperfecto que encontró fue que un proyectil impactó en el corral, atravesando una pared de piedra de 60 centímetros de grosor. Todavía existe la pared y se puede ver el apaño que tuvieron que hacer para repararla. Dio de comer a los animales que había en el corral que llevaban muchas horas en ayunas; antes de que llegará la noche encendió fuego en la cocina y preparó un buen candil ya que la electricidad no funcionaba puesto que el pueblo estaba a oscuras. No se acostó en la cama pues tenía el presentimiento de que iba a ser una noche movida, así que se tumbó en una de las bancas que había junto al fuego.

Al poco rato, no sé si habría conciliado el sueño, escuchó unos fuertes golpes en la puerta del Portal de Valencia, cogió el candil y bajando las escaleras daba voces para que no pegaran más golpes. Cuando llegó a la puerta vio que la zona donde se sujetaba la cerraja la habían roto con un hacha pero no pudieron entrar hasta que mi abuelo despasó el cerrojo que había por la parte interior; una vez dentro del patio su presentación fue en forma de pregunta: ¿Dónde están las mujeres?, él contestó que estaba solo. He de recordar que los visitantes eran dos moros provistos de sendos fusiles que le estaban apuntando fijamente, (si hubiera habido como ocurre hoy en día un móvil indiscreto que lo hubiera podido grabar… seguro que a mi abuelo la mano que sostenía el candil le estaba temblando); no conformes con la respuesta que les había dado un moro se quedó de guardia en el patio y el otro se subió por la casa a ver si encontraba algo de lo que estaban buscando. Al no encontrar lo que buscaban se ausentaron sin llevarse ningún objeto de la casa. Mi abuelo volvió a pasar el cerrojo y se subió a la cocina que estaba en el segundo piso. Creo que después de aquél mal trago ya no podría conciliar el sueño pero si lo hizo no sería por mucho rato ya que cuando el día comenzaba a resplandecer, de nuevo escuchó golpes, esta vez en el corral, en la puerta de acceso a los graneros y la herramienta también era un hacha y cuando mi abuelo salió ya había roto el enclave de la cerradura (hoy todavía se puede ver el apaño que hizo un carpintero para colocar la cerraja de nuevo ya que la puerta todavía existe). El sujeto que daba los golpes en dicha puerta era un moro con fusil y que no entró  por la puerta de acceso a la calle de las Monjas ya que tenía el candado puesto por el interior. Se supone que de la casa de encima que era del sr. Sabanza y que tenía muy fácil acceso a una enramada de leña que había en nuestra casa en la cual siempre había una escalera de palos de madera para subir y bajar, fue por donde accedió al corral. Al verse sorprendido por mi abuelo bajó las escaleras y las pocas palabras que pronunció no se le entendían bien ya que su castellano era muy defectuoso. Sin dar más explicaciones se dirigió al lugar donde estaban las gallinas, cogió un par de ellas y mi abuelo le quitó el candado de la puerta de la calle y se marchó.

Entre unas cosas y otras el día había amanecido y mi abuelo se bajó al Portal de Valencia a ver lo que ocurría por la calle: era un ir y venir de soldados y uno de ellos se le acercó y le dijo sí podía guardarle un encargo, que ya volvería a buscarlo. El soldado no era moro y se fue hacia arriba por la calle Nueva. Mi abuelo se acercó a la esquina y lo vio salir del patio del tío Albardero que estaba en la esquina de la calle los Huertos portando la cabeza de la máquina de coser de dicho hombre. Mi abuelo se la hizo dejar en un rincón de la bodega y le dijo que allí nadie la tocaría. A los días cuando el tío Albardero y su familia regresaron al pueblo mi abuelo le contó lo ocurrido y sin pérdida de tiempo bajó a recogerla no fuera que aquél soldado volviera con intención de cambiarla de sitio. Muchas veces este vecino le daba las gracias a mi abuelo ya que por él había recuperado aquel utensilio tan necesario para su trabajo.

Bien entrada la mañana uno de los grupos que pasaban entabló conversación con mi abuelo, y uno de ellos le escribió un papel y le dijo que tenía  que colgarlo en la puerta de la calle. Recuerdo las palabras que aparecían por haberlo visto por la casa: “RESPETAD ESTE EDIFICIO CONSERVADO POR SU DUEÑO”. No hizo falta poner el anuncio ya que antes de mediodía un grupo al mando de un comandante y un alférez decidieron instalarse en la casa; los dos jefes ocuparon el comedor que tenía una gran alcoba y dos soldados ocuparon una habitación del segundo piso. Estos dos soldados se llamaban Ángel Vila Souto y Justiniano Casas, y con los dos tendría contacto después de la guerra. Varios soldados ocuparían el pajar. Esta tropa conviviría con nosotros hasta que se tuvieron que incorporar al frente de Cataluña, donde muchos de ellos, incluido el alférez, el día que los rojos cruzaron el Ebro fueron hechos prisioneros. Pasaron muchas peripecias y algunos al ser liberados  volvieron  a recoger a mi casa pertenencias que se habían dejado. Recuerdo muy bien aquellos días: yo compartía habitación con Justiniano y Ángel y una mañana que justo había amanecido, me pusieron en pie para que viera  una escena que había en la calle: dos balcones encima del que nosotros nos asomamos había un hombre colgado por una banda por el cuello. Me acuerdo que no se le cayó la gorra, aquello se me quedó grabado en la memoria para siempre. Para ellos era una cosa normal, pronto bajaron a prestar ayudar para descolgarlo. De Justiniano Casas diré que años más tarde vino dos veces a Caspe para saludar a mi familia, la primera vez no había nacido mi hijo Juan Manuel, sobre 1960. Él y su esposa estaban en la plaza del Portal de Valencia deliberando sobre la casa donde había estado en la guerra y en aquel momento salí yo de casa de mis tíos hacía mi casa, y fue él quien se apresuró a saludarme y abrazarme y entonces le presenté a toda mi familia. Unos catorce o quince años después volvió el matrimonio a Caspe ya que su hijo representaba una función en el Teatro Goya y además de acompañarlo aprovecharon para subir a saludarnos y pasar un buen rato recordando vivencias. De Ángel Vila podría hablar mucho ya que una vez terminada la Guerra nunca perderíamos el contacto ya que se puso a festejar con Vicenta Sabanza, nuestra vecina más cercana y a partir de aquel momento fue uno más de mi familia. Como anécdota contaré que el día de su boda pernoctó en mi casa y salió vestido de novio para ir a la iglesia. Siempre nos unió una buena amistad que hoy en día perdura con sus descendientes.

El 18 de marzo mi padre tomó la decisión de volver al pueblo junto con mi abuela y mi tía sobre todo por saber cómo estaba mi abuelo y ver el clima que reinaba en la población. Buena sorpresa se llevaron cuando al dar unos golpes en la puerta para que el abuelo saliera a abrir, fue un soldado quien despasó el cerrojo y les puso al día de lo que pasaba. Por supuesto con aquellos inquilinos ya nadie les molestaría.

Aquel día por la mañana yo acompañé a mi padre a la val de la Liana para comprobar que había sido de mi hermana y toda la familia materna  que junto con la familia Molinos habían huido a ese monte. Al llegar todos se alegraron al ver que a nadie le había pasado nada. Lo único negativo fue que en el corral de ganado del sr. Albiac habían instalado todas las vacas y un buen caballo que tenía el sr. Molinos. Al llegar las fuerzas se llevaron el caballo mientras todos estaban viendo la maniobra desde una montaña donde estaban camuflados entre los matorrales pero a nadie le ocurrió acercarse para reclamar la caballería.

Cuando llegó mi padre les aconsejó que se cambiaran de lugar pues en aquella zona había mucho movimiento de tropas. Pusieron manos a la obra y decidieron bajar a la huerta, concretamente al Torrejón de Chiprana donde mi abuelo tenía una finca con dos mases y un corral de ganado. El traslado se llevaría a cabo de la siguiente manera: los carros con todas las mujeres, mi tío Antonio y el sr. Molinos marcharían a cruzar la carretera de Alcañiz por la venta de la val del Pino ya que en aquella zona apenas había movimiento de tropas, aunque se daba un rodeo de más de una hora. A la manada de vacas había que llevarlas por el camino más corto y para conducirlas se quedó que mi abuelo Joaquín Salas que a caballo de una pequeña mula iba delante del rebaño junto con Alfredo Molinos y yo, que con un palo era el encargado de que ningún animal se quedará atrás. Aún recuerdo que al cruzar la carretera por la val de la Liana algunos soldados provocaban a las vacas pero ellas no se inmutaban. Sin novedad llegamos a Pallaruelo, instalamos el ganado en el corral y esperamos un buen rato hasta que llegaron los carros… Allí estaríamos tres o cuatro días ya que por lo visto habían acordado que hasta que mi padre viniera a buscarnos estaríamos allí quietos ya que la familia de mi abuelo y la familia Molinos eran de tendencias republicanas y por lo tanto no se querían precipitar en regresar al pueblo. Mejor asegurarse de que las cosas estaban en calma.

Un buen día se presentó mi padre y acordaron levantar el campamento. Había venido provisto de unos pases o salvoconductos para todos los hombres por si en la carretera  hubiera controles les fuera facilitado el paso y consiguieron llegar a Caspe sin ningún contratiempo.

Más o menos esto es lo que yo viví en aquellos primeros y ajetreados días de la ocupación de Caspe por las fuerzas nacionales.

Tropas franquistas en la calle de Santa Lucía de Caspe. La fotografía fue tomada por Pepe Campúa en los días posteriores al 17 de marzo. Imagen, Biblioteca Nacional

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