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San Antón y la diáspora

Publicado en La Comarca en enero de 2013

Junto al Guadalope, en las llanuras monegrinas, en la depresión del Ebro, en la sierra de Teruel o en las tortuosas tierras próximas al Matarraña, los primeros bajoaragoneses, habitantes de un territorio casi inhóspito, sin apenas conexión con el mundo, se reunían en torno al fuego no solo para adorar a los dioses o rendir culto a las fuerzas de la naturaleza. La memoria oral, la arqueología, los documentos y otras fuentes, nos han permitido saber que nuestros ancestros, al calor de la lumbre, contaban historias, danzaban, bebían, comían, mentían, reían.

Los bajoaragoneses del siglo XXI somos gente más civilizada y conectada con el planeta. Calaceite, Castelserás, Maella, Sástago y una cincuentena más de pueblos tienen a algunos de sus hijos bien colocados a la vez que desperdigados por los cinco continentes. Y no hablo de la generación que marchó a Europa o a Sudamérica a trabajar en lo que saliera, no. Me refiero al cirujano que trabaja en Zaragoza, al científico bien remunerado en Denver, al economista que desarrolla su labor en Alemania o al profesor de español que ejerce en Tailandia.

 Ellos, trabajadores de guante blanco, estuvieron por aquí durante estas últimas fiestas encantados de reunirse con la familia. Tomaron un par de cervezas con los amigos de siempre y se dieron una vuelta por la plaza del pueblo. A pesar de todo, muchos de ellos acabaron el periplo vacacional con ganas de retomar su interesante vida: “el pueblo es un sitio demasiado triste en invierno”, se decían. El colorido de las calles de Londres, la jauría humana de Madrid en la hora punta, el estruendo inaudible de los semáforos de París o las interminables obras de Zaragoza, es algo que, quizá de modo inconsciente, ellos ya echaban de menos.

Pero esa generación de convecinos que se sienten como en casa en los aeropuertos, que les encanta pasar inadvertidos en la ciudad y que huelen a café de Starbucks, nos tienen un poco de envidia a los que estamos aquí a mitad de enero. Los bajoaragoneses de la diáspora cierran los ojos y se imaginan entrando en casa de su madre, aparcando el troley lleno de trajes y camisas bien planchadas, arrinconando el portátil, olvidándose del consulting y del briefing y calzándose las zapatillas zarriosas, la ropa “de campo” y el gorro de lana de publicidad del bar de enfrente que nunca tiraron.

Y allí, en una fiesta religiosa de tintes muy paganos, junto a la hoguera -o tedero-, con las manos tiznadas, con los ojos achinados por el humo, desprendiendo un dudoso aroma y embriagados al calor del fuego, desearían verse junto a los suyos al calor de la lumbre contando historias, danzando, bebiendo, comiendo, mintiendo, riendo.

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