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El camposanto caspolino en el primer tercio del siglo XX

Por ALBERTO SERRANO DOLADER

EL CAZCARRO, CEMENTERIO BICENTENARIO (ENTREGA TERCERA)

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Fue en 1803 cuando el ayuntamiento acordó la construcción del cementerio del Cazcarro, que todavía se mantiene en servicio en Caspe. Nuestros antepasados, supersticiosos ante la novedad y acostumbrados a enterrar a sus deudos en el entorno de la parroquial, tardaron en acostumbrarse. Hasta 1822 el camposanto de la carretera de Maella no se estrenó y, tras el primer sepelio, continuaron las reticencias hasta que en 1833 comenzó a generalizarse su uso y pasó a convertirse en destino exclusivo y obligado de los difuntos.

Este 2022 cumplen 200 años el camposanto de nuestra ciudad. Dos siglos acogiendo a paisanos (ya miles, sin duda) bien merece el homenaje del recuerdo. Este blog, al que agradezco que me considere amigo, conmemoró la efeméride recordando en el pasado mes de junio el devenir del cementerio a lo largo del siglo XIX.

Enlaces a las dos primeras entregas:

http://amadeobarcelo.es/el-cazcarro-cementerio-bicentenario-primera-parte

http://amadeobarcelo.es/el-cazcarro-cementerio-bicentenario-segunda-parte

Continúo ahora con la tarea –noviembre parece mes muy propio– hilvanando los datos de que dispongo referidos al primer tercio del XX. Y toco madera, claro.

La potente Diputación del Santísimo Sacramento (una institución cuyos orígenes quizá pudieran fijarse en 1599) tenía confiada la administración del cementerio al iniciarse el siglo.

Hasta 1910 la Diputación del Santísimo gestionará el Cementerio

En 1910 el ayuntamiento decide recuperar la gestión, oficializándose el traspaso el 19 de noviembre (aunque la Diputación mantendrá durante décadas algunos derechos).[1] El «sepulturero» Antonio Lizano Peralta, que cobraba de 2,25 pesetas cada jornada con «obligación de tener que permanecer diariamente en el cementerio», aprovecha la coyuntura y solicita aumento de sueldo, pero no se llega a un acuerdo y decide dejar la pala y cambiar de oficio.[2] No conozco otros nombres de enterradores que ejercieran durante la época que me va a ocupar.

El 18 de junio de 1920, en sesión municipal se aprueba el Reglamento para la dirección, buen orden y conservación del cementerio, cuya redacción se había ultimado el 26 de mayo por dos comisionados, Vicente Escuín y Florencio Freja. El texto, de 28 artículos más 7 adicionales, se divulgó entre los caspolinos porque el alcalde, Emilio Tapia Fernández, mando que se imprimiera un opúsculo en la Tipográfica Estevan y Sanz.

 El articulado, que establece que las instalaciones deberán permanecer abiertas “de sol a sol”, arranca despejando dudas: “El Cementerio municipal, es de propiedad del Ayuntamiento”.

Detalle de rapaz nocturna, símbolo de la muerte

El “conserje sepulturero” se obligaba a instalar al difunto con dignidad y decoro en el recinto del “depósito”, donde el cuerpo debería permanecer hasta que transcurrieran 24 horas del fallecimiento y en cuyo lugar la familia podría velarlo; no obstante, el traslado y reposo en esta instalación no era obligatorio: “Durante el tiempo que preceda a su inhumación [como norma general un día completo] podrá estar depositado el cadáver en la casa mortuoria” (artículo 14).

Los munícipes acuerdan que “el Ayuntamiento tendrá un servicio de carruaje fúnebre” para el traslado de cadáveres desde la iglesia al cementerio, cuya contratación se estipula obligatoria, aunque “si la familia del finado desea conducir el cadáver a mano hasta el Cementerio, seguirá el carruaje a la comitiva, por si en el trayecto quisieran utilizarlo”.

Se diseñan tres tipos de ornamentación de la carroza, para que los deudos contraten la que les plazca y sea asequible a su bolsillo (precios, en pesetas, según la categoría: 25, 12 y 5).

Por supuesto, “estará obligado el conductor a la conservación y custodia del coche y carro fúnebre, atalajes, colgaduras, uniforme y demás materiales y accesorios, procurando observar en todo la mayor limpieza” (artículos 1 a 6 y 23).

Detalle Tempus Fugit

El reglamento señala que el cementerio dispondrá “constantemente abiertas 12 sepulturas ordinarias”, no se especifica si en tierra o nichos, dispuestas para ser utilizadas (artículo 8).

Dos epígrafes de los artículos provisionales, que figuran al final del Reglamento de 1920, me llaman la atención:

Este: “Tan pronto como las condiciones del Cementerio lo permitan se harán en él plantaciones de acacias y otros arbustos, ya por razón de que los vegetales absorben la descomposición cadavérica y purifican el aire de los miasmas propios de esta clase de establecimientos, como también por el ornato y embellecimiento que prestan a los campo santos” (artículo 5 adicional).

Y este otro: “A los individuos que mueran fuera de la Religión Católica, se les dará sepultura en el Cementerio especial próximo al católico, pero completamente independiente” (artículo 6 adicional).

Hito cruciforme en una tumba de 1908

Amén del diseño normativo que fijó en Reglamento que acaba de ser comentado, en el arranque de los años veinte el cementerio va a experimentar una profunda transformación. Se partía de una situación en la que las carencias eran notorias: «…dejaba mucho que desear, no sólo por su capacidad que era insuficiente, y por lo incompleto de sus dependencias, pues ni aún osario existía», apuntó el médico local Sancho Bonal.[3]

Para los observadores periodísticos la reforma era necesaria, sobre todo, «porque no respondía el antiguo camposanto al número de habitantes de esta ciudad». Es posible que la ampliación que se acometió entonces llegase a duplicar el perímetro del recinto decimonónico. Casi como colofón de estas obras, en enero de 1922 se coloca la nueva puerta de acceso, de hierro, y se anuncia la próxima bendición del Cazcarro remodelado.[4]

Lápida artística en la sepultura del alcalde Oms

Pero no paró ahí la cosa. El jueves 21 de marzo de 1929, en el complejo del cementerio se inauguran dos nuevos edificios: uno destinando a depósito de cadáveres y sala de autopsias (la prensa local destaca el «mueblaje nuevo, bonito y hasta elegante») y otro destinado a vivienda del enterrador (el periodista exclamó en su escrito: «¡Quién la pillara!»). Bien estará recordar que buena parte de la piedra utilizada provenía de la Cámara Agrícola, un caserón que ornaba hasta 1928 los actuales jardines de la iglesia parroquial, y más interesante resultará saber que mucha de la piedra con la que en su día se había levantado la Cámara Agrícola fue extraída de una singular cantera: los muros del castillo del Compromiso.[5]

Lápida del músico Florencio Repollés Bielsa y su esposa

El 31 de diciembre de 1929, el Ayuntamiento aprueba en sesión plenaria unas Ordenanzas municipales para el régimen y gobierno de los habitantes de la ciudad de Caspe, que entrarán en vigor el 5 de marzo de 1930 (en septiembre de ese año se imprimió un opúsculo que las recogía y se puso a la venta a 60 céntimos, quizá para que ningún ciudadano pudiese alegar desconocimiento). Más de una veintena de sus artículos regulan aspectos relacionados con el traslado de cadáveres y las normas de uso del cementerio. Por ejemplo, el artículo 20 establece:

«1º Las personas que entren en él, guardarán la compostura y el respeto debidos.

2º Se prohíbe proferir gritos en el interior del sagrado recinto, formar corrillos, y alterar el reposo que allí debe imperar.

3º Queda también prohibido deteriorar las lápidas, inscripciones y cruces que designan el lugar donde reposan los restos de cada persona; escalar los muros de circunvalación; trazar sobre los muros, lápidas o en monumentos fúnebres, inscripciones; arrancar las flores o arbustos; arrojar o sustraer cualesquiera objeto que con fines piadosos o como recuerdo se hallaren colocados sobre las sepulturas; y, en fin, llevar a cabo profanaciones de ningún género.

4º No podrá colocarse inscripción alguna en las lápidas, panteones o monumentos sin que haya obtenido previamente la aprobación del Alcalde o de la Comisión correspondiente del Ayuntamiento, a fin de que nada se vea en aquel sitio que desdiga del respeto y la severidad que deben observarse en la morada de la muerte.

5º En tiempo de epidemias no se permitirán las visitas colectivas al cementerio».

Placa que señala el enterramiento de Mosén Doñelfa, cronista local

Las ordenanzas de 1930 prohíben la construcción a menos de 500 metros del camposanto de «edificaciones y pozos de agua para beber» (artículo 226), impiden la entrada de carruajes en el recinto («Los que conduzcan a él materiales de construcción deberán descargarlos en la puerta, para ser transportados desde allí en brazos o con carretillos», artículo 227) y, por supuesto, vetan la presencia de perros y otros animales (artículo 228).

Precisamente, otros tres artículos (números 205, 206 y 235) inciden en excepcionales medidas profilácticas de obligado cumplimiento en brotes epidémicos. Va botón el muestra: «Se evitará la colocación de coronas, lazos y adornos sobre los féretros que guarden los cadáveres de fallecidos a consecuencia de enfermedad contagiosa».

Una imagen actual del cementerio caspolino

En los años a los que me refiero, eran los carpinteros de Caspe quienes preparaban las cajas de los muertos. Acudían al domicilio para «tomar medidas» del difunto y, rápidamente, la confeccionaban. Comprar ataúdes fuera de la población, en fábricas especializadas para luego revenderlos, es algo que no se popularizó hasta después de la Guerra Civil. Pero antes de la contienda ya se vio algún caso: la primera caja que se trajo de fuera fue para enterrar al exalcalde y líder republicano de Caspe José Latorre Blasco, cruelmente asesinado en agosto de 1935. Por su parte los Vallés, que fueron carpinteros, me recordaron que el primer ataúd que ellos adquirieron ya elaborado fue «el de la tía Isidra», que costó 300 pesetas.

Por cierto, las Ordenanzas de 1930 prohibían «la conducción de cadáveres en cajas o ataúdes destapados» (artículo 233), al tiempo que establecían: «Los cadáveres no embalsamados serán encerrados en féretros de madera de pino, sin nudos ni mezcla desinfectante, cubiertos de paño u otros tejidos análogos, sin perjuicio de que en sus ángulos se fijen perfiles de metal. Para los cadáveres embalsamados se podrán utilizar féretros metálicos o de maderas compactas» (artículo 232).

La Diputación del Santísimo Sacramento, a la que más arriba ya me he referido, durante buena parte del primer tercio del siglo XX se reservó en exclusiva algunos detalles de la gestión de todas las exequias (lo que garantizaba su financiación), como «proporcionar las hachas que se llevan en los entierros y alumbrar el catafalco o tumba en los funerales».[6]

Y otro dato costumbrista: era tradición en Caspe que el ataúd lo portasen hasta el cementerio los medieros cuando el muerto era el amo.[7]

Tranquilizaba saber que, por prescripción legal y por prudencia, el enterrador no podía actuar hasta haber transcurrido 24 horas del óbito.

Decoración de la capilla en los años 30, posiblemente obra de Joaquín Vallés Peralta

En el complejo fúnebre seguía existiendo una parcela marginal para acoger a los difuntos no católicos. En las Ordenanzas de 1930 se lee: «Si se suscitaran dudas fundadas respecto a las creencias religiosas del finado, surgiendo con tal motivo conflicto entre la autoridades civil y eclesiástica, la Alcaldía acordará el depósito del cadáver o su inhumación provisional, hasta que la autoridad competente resuelva en definitiva» (artículo 239).

Por fortuna, poco antes de concluir 1931 el consistorio decide crear una comisión que «estudie la unión de los cementerios civil y católico de Caspe».[8]

Por descontado, tras el fallecimiento de un allegado, entre los deudos era norma observar un luto riguroso. La venta de vestidos para exteriorizar el dolor se anuncia en la prensa local y hasta en los programas de fiestas patronales; por ejemplo, en el correspondiente a las de agosto de 1927, el establecimiento de Mariano Pérez Vidal, sito el número 1 de la calle Comisario (actual San Vicente Ferrer), pregonaba en su reclamo: «En lutos los mejores géneros».

Y en el semanario El Guadalope, el 10.5.1931 la sastrería José Rabinad, en el Coso número 2, publicitaba que era capaz de servir ropas de luto en tan solo 24 horas, eso sí en colaboración con la tintorería alcañizana de un tal Agustín Fondevilla.


[1]  DOÑELFA SALVADOR, Luis Manuel (2007 [manuscrito: 1922-1923]): “Anales de Caspe”. Primera parte”, Cuadernos de Estudios Caspolinos, Centro de Estudios Comarcales del Bajo Aragón-Caspe (Zaragoza), núm. 27, p. 53.

[2]  Acta de la sesión municipal de 20.11.1910.

[3]  SANCHO BONAL, Leonardo (1986 [manuscrito: 1910 ca.]): “Bosquejo geográfico-histórico de Caspe. Primera parte”, Cuadernos de Estudios Caspolinos, Centro de Estudios Comarcales del Bajo Aragón-Caspe (Zaragoza), núm. 12, p.38. Sancho Bonal añade que, antes de la mejora de los años veinte, «lo único que tenía de irreprochable era el estar implantado lejos de la población y al otro lado de una montaña que impide que los gases que se desprenden, sean transportados por la corriente de los vientos a la Ciudad de los vivos».

[4]  El Noticiero, 17.4.1921 y 11.1.1922.

[5]  Revista Caspe, 20.3.1928 y El Guadalope, 24.3.1929.

[6]  «La Diputación del Santísimo Sacramento», en Revista Caspe, 21.6.1928. Como he indicado, el 19.11.1910 el Ayuntamiento asumió la gestión del camposanto, pero la Diputación del Santísimo Sacramento continuará gestionando algunos derechos en nombre de la parroquia. Por ejemplo, en una factura que el 3.5.1930 entrega la mencionada cofradía a la familia del finado, se ponen al cobro las 30 hachas (22,50 pts.) y 6 cirios (3 pts.) encendidos en un “entierro de segunda clase”, elevándose el total a 35,50 pts. tras la suma de otros conceptos como el del alquiler del catafalco, la gratificación al luminero y los gastos de gestión. Caso similar es el de otra factura de 2.5.1931, firmada por el farmacéutico Teodoro Albareda Mánguez, como Diputado del Santísimo, y por Vicente Cervera, como luminero.

[7]  En 1990 todavía se practicaba una reminiscencia: eran los medieros quienes subían la caja por las escalinatas hasta la iglesia.

[8]  Acta de la sesión municipal de 25.12.1931.

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